Cierro los ojos y por un momento pienso en aquel lugar donde paso la mayoría del tiempo: mi cuarto. Aunque es demasiado pequeño y apenas hay espacio para entrar me siento cómoda en él, tal vez es por su misma dimensión. Es inevitable que en ese viaje a mi habitación no se me vengan a la mente algunos objetos. El primero, una ropa que se reposa un tanto desordenada en mi cama, ésta le pertenece a una amiga: Gina. Ella dejó una blusa y una chaqueta en mi cuarto este fin de semana, luego de que nos arregláramos para salir a comer y tomarnos unos cocteles. Aunque el último trago de aquel sábado tuvo un sabor muy amargo en mí. Volví a mi casa a la media noche, pero en realidad, logré descansar hasta las 3 de la mañana, cuando Gina llegó a su casa y su mamá, por fin, dejó de llamar intensamente a mi teléfono fijo a preguntar por el paradero de su hija, pues mi amiga había dejado de contestarle el celular desde las 10 de la noche, supuestamente porque estaba cansada de la “intensidad” de su madre. Fue así que mientras Gina decidía cuál sería su próximo trago, yo mantenía repetidas conversaciones con Janine, su madre, quien, muy preocupada y a punto de llamar a la policía, me preguntaba por la hora en la que podría llegar su hija.
En la parte superior derecha de la cama, cuelga un perchero que decora la pared. Éste fue destinado por mi mamá para que colgara bolsos y así dejar aquel vicio de mantenerlos regados por toda la casa, no obstante las carteras siguen estando en todos los rincones y aquel perchero sólo cuelga un afiche que mi ex novio me regaló. Este cartel, rosado y con dos osos en la parte inferior, me recuerda todos los momentos que vivimos junto a él y, claro, es imposible borrar de la mente diez meses compartidos con una persona. Aunque el recuerdo me entristece, me rehúso a quitarlo, tal vez porque todavía guardo la esperanza de volver con él, al fin de cuentas es un gran hombre: mi primer amor, pero mis caprichos e impulsos me llevaron a que una simple pelea de novios terminara en un adiós. No puedo negar que la vida de soltera es maravillosa, sin embargo, no se compara con todo el equilibrio que Felipe aportaba en mi vida. Quisiera volver a aquellos domingos donde almorzábamos al norte de Bogotá, recorríamos los pueblos aledaños a la ciudad y comíamos a más son poder.
Ahora que recuerdo, en aquel perchero también cuelga el collar de mi pequeño yorkie, “Cooper”, aunque lleva sólo cinco meses conmigo ya lo quiero como mi verdadero hijo. Y es que mi mascota se ha sabido ganar el corazón de todos. Aún recuerdo el día en que llegó conmigo a casa y mi hermano me dijo: “ese ratón no vivirá acá”. Y sí, para ese entonces tenía toda la apariencia de un ratón. Mis papás no se quedaron atrás y me amenazaron con dejar de enviarme dinero si no devolvía a mi cachorro. Qué irónica es la vida, ahora es la luz de los ojos de mi hermano y de mis papás. De hecho, sentiría que lo consienten más que a mí, ya las llamadas no son para saber cómo estoy sino para que les cuente las travesuras de mi pequeño.
Como ya había dicho, mi habitación es un tanto chiquita, además el closet que está al lado derecho de perchero es lo que más espacio ocupa en aquel lugar. La ropa está desordenada, pues hay tanta que ya no encuentro forma de organizarla. Además, mi indecisión es mi peor enemiga y no ayuda a que mi armario sea mínimamente presentable. Es ya una rutina que todas las mañanas saque las blusas para ver cuál es la más apropiada para el día. En esto puedo durar de 5 a 30 minutos diarios lo que me lleva a que siempre llegue tarde a clase. Claramente, al no tener tiempo vuelvo a poner las blusas en aquel closet de cualquier manera. Para mí no es un problema, aprendí a vivir en mi desorden, pero quizá es mi mamá la que más sufre con esta situación, de hecho, cada vez que viene a Bogotá me espera un regaño, pero siempre termina organizando todo, su psicorrigidez la obliga a hacerlo.
En este espacio, las chaquetas están colgadas y hay una, en especial, que tiene un gran significado para mí. Es un blazer azul, manga tres cuartos y de botones rojos. Fue el regalo que me dio una amiga cuando cumplí 16 años, pero desde hace dos años, Dios decidió llevársela al cielo. Un accidente automovilístico acabó con la vida de Diana en el momento en que manejaba su carro, ella estaba en alto estado de embriaguez. Regresaba de una fiesta a las afueras de la ciudad, sin embargo, un árbol ignorado, le impidió que llegara a casa.
No podría terminar de describir mi cuarto sin nombrar la mesa de noche que acompaña el lado izquierdo de la cama. En ella hay tres hadas que mi mamá me regaló el día de mi grado. De pronto, sonará un poco infantil, pero sí, creo en las hadas y sé que la magia de ellas hacen que mis días sean maravillosos. Al igual que estas pequeñas criaturas, todos tenemos una luz propia que ilumina nuestros caminos, pero que se puede apagar cuando alguien deja de creer en nosotros.
Cuando comienzas das algunos datos que dejas sueltos y no veo que los resuelvas al final. El ejemplo es cuando hablas de que el último trago fue amargo para ti. Si no usas una información, solo nombrarla no es bueno. Es necesario que te fijes en que las descripciones no sean, en ocasiones, estáticas, como si hicieras una lista de las características del objeto.
ResponderEliminarhaces un buen trabajo hablando de tu espacio y lo que representa. Eres más descriptiva que en el texto anterior, aplica esa misma sinceridad, cuando te compenetras con la historia, como lo haces acá, logras un mejor resultado. Así, debes tratar la información aunque no esté directamente conectada contigo. Mira la realidad, siéntela, interprétala mientras la reconstruyes.
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